UN CABALLERO ESPAÑOL





Un caballero español jamás pierde la compostura, aunque sí, muchas veces, la paciencia. Y si las damas ofrecen inopinadamente sus encantos (siempre lo hacen), el caballero, ¡educadísimo!, verá de encarecerlos o glosarlos. Luego vienen los problemas, claro, pero la vida, quizá más en España, es pulsión, zozobra y aventura. Así ganamos un Imperio y lo perdimos. No importa quedar mal por quedar bien. Es entonces cuando los más dotados registran para la posteridad la anécdota intrahistórica que de otra manera quedaría relegada al olvido. No queremos señalar, pero algunos lo hacen dibujando y con reiterados viajes al porrón de vino.



Lo de Serafín con las marquesas es auténtica manía. Alguna debió de darle calabazas. Pero esto no es excusa para gastar ríos de tinta en su retrato, que por otro lado es oportuno, aunque no nos atrevemos a pronunciarnos sobre su fiabilidad. Lo que hay que agradecer al dibujante es la alegría, la vacuidad de estas jamonas, el desenfado que consumen a raudales y su impericia para juzgar al mundo circundante. Mientras tanto se desdora el abolengo, los campos se venden para enjugar las deudas contraídas por el marqués, etcétera. No nos extraña que se entreguen al morapio. Nadie tiene la culpa; si acaso, el mayordomo. 

_¡A mí no se me replica! ¡He dicho que mañana hay que arreglar este ascensor, y basta!


El vino calienta el corazón y ahuyenta las penas. Y grandes, colosales,  serán las que soportan las marquesas, a juzgar por el consumo que hacen del jugo fermentado de la uva y la pericia, el auténtico dominio, el virtuosismo de que hacen gala para ingurgitar el líquido. Será cuestión de práctica, algo así como los que tocan en la orquesta.




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